jueves, 27 de noviembre de 2008

Godzilla y Bin Laden solo atacan Nueva York

Era un martes en la noche. Hacia un frío moderado y el ruido de la ciudad era tolerante para la hora. Yo afuera de un metro esperando a mis amigos para disfrutar de una noche de trivialidad.

Cuando espero a alguien y el paisaje urbano no es lo suficientemente atractivo para distraer una vista inquieta, comienzo a jugar con mi mente, conjugando diálogos y situaciones imaginarias para amenizar el rato. Un largo tiempo puede minimizarse con la distracción adecuada, por lo que ese rato de esperaba se había escapado de mi comprensión, pues la oscuridad de la noche estaba estática, y la gente que pasaba cerca de mí era incapaz de decirme con exactitud cuanto tiempo había transcurrido.

Algo curioso comenzó a distraer mi atención de las divagaciones mentales que usaba para distraerme, cuando el ruido apacible comenzó a desfigurarse en un alboroto que a toda la gente comenzó a sacar de concentración, pues sirenas de toda clase de vehículos pasaron por aquella avenida a toda velocidad, dejando ver apenas una ráfaga de luz sin forma. Su sonido arrítmico causaba conmoción sin importar la situación que fuesen a atender, pues su ruido se escuchaba a larga distancia, aun a pesar de tener minutos que pasaron en frente del lugar. “De seguro Godzilla esta atacando la ciudad” me reí a mis adentros, en un pensamiento estúpido, a sabiendas de lo común que es escuchar las sirenas anunciando alguna catástrofe en la ciudad. Sin embargo, esta distaba de ser un choque común de algún conductor ebrio, o algún trailer descarrilado o atorado en algún puente. Tan pronto una segunda y una tercer serie de patrullas y ambulancias cruzaron la avenida a toda velocidad, la angustia de la gente de los alrededores, incluso aquella que dormía en las banquetas, voltearon con morbo a lo lejos de la avenida, donde los vehículos se perdían entre todas las luces de la calle.

Yo estaba algo desconcertado, pues el tiempo que llevaba estático había sobrepasado cualquier expectativa de espera. No existía modo de saber con exactitud cuanto había transcurrido, solo sabía que había sido demasiado, y ninguno de mis amigos había llegado. Decidí llamar a uno de ellos, y al contestar mi llamada, su voz se escuchaba ronca y distorsionada, y el ruido de las sirenas lo habían alcanzado hasta el lugar donde estaba.
– ¿Dónde estas? – le alcancé a preguntar entre toda la distorsión, y apenas acabo de nombrar el lugar donde se encontraba, mencionó entre nerviosas palabras, que una gigantesca explosión había sucedido a lado suyo. Después de eso, colgó aterrorizado.

Al cabo de tener aquella ambigua conversación con mi amigo, aparte de mi mente las bromas cínicas que involucraba una invasión de Godzilla o del tal vez ficticio Bin Laden. Algo muy grande había sucedido, y los rumores se expandían entre las calles llegando a los oídos de aquellos que permanecíamos en ellas, todos provenientes de la boca de un pregonero del desastre que afirmaba con devoción que algo gigantesco deambulaba entre las calles, haciendo explotar con el fuego que salía de su boca todo aquello que estaba a su paso. Era algo ridículo, mis tontos pensamientos parecían más certeros que aquel intento de verdad afirmada por el hombre, y justo en esos instantes en que la gente regada en las calles debatía sus hipótesis sobre aquel fenómeno, recibía una llamada que me ausentaba en brevedad de aquel alboroto. Era otro más de mi amigos, varado en algún lugar experimentando este fenómeno por igual.
– ¿Sabes que sucedió? – me preguntó consternado mucho antes de decir hola. No sabía si transmitirle las boberas del pregonero o mi tonta verdad, de que Bin Laden había estrellado un avión en las calles.
– Hubo una explosión. – Respondí con brevedad, recibiendo un largo silencio perturbador, como si mi respuesta no bastara para dar aunque sea, un vago consuelo de certeza. – ¿Sucede algo? – Le pregunté.
– … es solo que dicen que algo que escupe fuego por la boca anda entre las calles quemando todo aquello que se mueve. Tu no crees eso ¿o si?
– Claro que no… – Me mostré escéptico a tan absurda alternativa, prefería pensar que existía una mala comunicación desde el origen del problema y creer en alguna clase de “algo” abstracto, que se necesitaba personificar para poder comprenderse. Iniciábamos así una charla entusiasta por querer predecir la verdad con un poco de coherencia, cuando en esos instantes de completa concentración, una intensa luz estalló a pocos metros de distancia iluminando los edificios con una porción de día, haciéndome soltar el teléfono mientras veía volar un automóvil con su conductor a escasos metros de la acera donde estaba. El hombre emergió envuelto en llamas, y su cuerpo se disipo en el aire con rapidez dejando atrás un olor repulsivo que quemaba las fosas con un fuerte ardor. Quede estático escuchando un rugido mecánico que jamás había oído, mismo que hizo correr a la gente de la avenida dejando atrás a los curiosos y perturbados, incapaces de mover sus piernas por la grave impresión. Mas policías pasaban de largo, acompañados de ambulancias y bomberos que agravaban el ambiente con los chillidos de sus sirenas, y entre todo aquel alboroto, logré percibir el sonido de mi teléfono que aún permanecía en el piso. Respondí en cuanto pude mover mi brazos paralizados, escuchando la voz del primer amigo que me había llamado y que había alimentado su angustia entre los sonidos, el fuego y los rumores. Ahora buscaba la razón en las palabras de este asustado ciudadano, que ignoraba por completo el momento en el que sus fantasías se habían mezclado con la ambigüedad de esta catástrofe real. La voz de mi amigo apenas y podía distinguirse entre el ruido de las sirenas, el fuego y el rugido mecánico. Gritaban afuera con gran desesperación, hasta que la llamada se cortó sin saber siquiera donde se encontraba o que era lo que había visto.

Al volver de mi trance, me hallé solo en la calle con los vestigios del vehículo en llamas, con la ausencia de gritos, rumores y el rugido mecánico. Solo era yo y mi incertidumbre, varado en la estación del metro que había dejado de funcionar sin darme cuenta. La noche se volvió gris por el humo, opacando la mañana que no vi venir sentado a orillas de la entrada a la estación. Regresé a mi trabajo con la ropa oliendo a cenizas tras pasar una noche sonámbula carente de respuestas. Pudo haber sido cualquier cosa, pero creo que en realidad no me importa mucho saber que fue. Prefiero esparcir yo mismo un rumor y volverlo la verdad de un espectador más de una noche de trivialidad, otra porción falsa de los eventos invisibles que cada quien contempló e interpretó conforme sus emociones lo permitieron.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Inquilinos anteriores

Me acababan de dar mi nueva oficina; un pequeño espacio claustrofóbico, con una brillante luz que iluminaba sus paredes blancas de tirol, en un ambiente frío y solitario. El eco de mi voz, así como el rechinido que hacía la silla, rebotaba sin cesar en las paredes del cuarto, al paso que caminaba contemplando mi nuevo hogar prestado. Sus dueños anteriores habían dejado atrás objetos sin valor, como unos viejos documentos en una caja sucia, un portafolio de piel con contenido dudoso, entre otros cachivaches que reflejaban el paso de las personas por esta singular habitación.

Algunos de sus pasados inquilinos entraban y se llevaban aquellos objetos sin valor de vuelta a sus manos. Yo los veía pasar como sombras sin rostros, solo siluetas que entraban pidiendo permiso, tomando sus cosas y desapareciendo de nuevo en los pasillos oscuros del lugar. Después de estos incidentes, y de tener por fín el cuarto vacío para poder poner mis propios objetos ridículos, comencé a revisar por curiosidad los cajones vacíos del escritorio que tenía. Su sonido hueco retumbaba en el cuarto, hasta el momento de llegar al último cajón en la parte inferior derecha del mueble. El cajón se resistió al ser abierto, pues en su interior estaba una bolsa negra conteniendo tal vez, otro bonche de documentos olvidados por otro dueño despistado. Tome la bolsa para ponerla en la entrada de la oficina esperando que su dueño reclamase el paquete, pero apenas saque aquel envoltorio, cuando una cabeza decapitada rodó por el piso hasta topar con la puerta, mostrando un rostro repulsivo que me miraba con desdicha, siendo la mirada que disparó hacia su asesino en un último acto de piedad. Una sustancia pegajosa había quedado impregnada en el piso, misma que brotaba del cuello de aquella cabeza, junto a un olor fétido y repugnante después de haber estado guardada por tiempo prolongado. Retrocedí aterrado hasta chocar con el librero tirando algunos libros al piso, apartando con asco mi mirada de aquel vestigio humano preguntando en mi interior: ¿qué demonios hacía una cabeza humana en mi escritorio?

Corrí fuera de la oficina, buscando calmarme y esperando la manera correcta de delatar aquel extraño suceso, sin parecer un loco desquiciado que esta sufriendo un ataque por el extraño regalo que algún otro oficinista sicótico hizo el favor de dejar en su cajón. Estando por gritar como el único recurso coherente para poder informar a todo el edificio de la variedad de objetos perdidos que dejan en las oficinas sus viejos dueños, fui interrumpido por la editora, tragándome el grito que explotó en mis entrañas, transformando mi voz en un constante tartamudeo de evidente terror. Entré a la oficina de la editora y no dije ni una sola palabra, pues ni siquiera tenía la voluntad de poder terminar un enunciado sin empezar a tartamudear con descontrol. Sin percatarme, el día se esfumó con rapidez, y no dejaba de pensar que cuando regresara a trabajar a mi nueva oficina, encontraría a la cabeza muerta de algún individuo, con sus ojos secos, y su expresión de dolor antes de deprenderle de su cuerpo. Mis ansias de alargar la espera fueron detenidas cuando no hubo mas de que redundar, y tuve que regresar al cuarto blanco que emanaba la fuerte luz de aquel oscuro pasillo: mi temida oficina nueva.

Algo era muy cierto: no podía dejar aquel trozo de muerte en el piso como un adorno escalofriante de mi nueva oficina. Si iba a gritar tenía que ser discreto, ¿Qué pensarían de un loco que en su nuevo empleo se desquicia en sus primeros días?, así que con mucho cuidado, tomé la cabeza por el cabello grasiento, y la coloqué de nuevo en la bolsa negra, y la devolví al cajón, su viejo hogar mortuorio. Camine con aparente tranquilidad hacia recursos humanos, abordando a la encargada con algo de desconcierto, mordiendo entre mis dientes los deseos de gritar y desquiciar su razón con la agradable noticia, de que alguien olvidó un resto de cadáver en mi nueva oficina. Con mucha amabilidad, se ofreció a mirar a lo que yo con desconcierto expresaba con mis palabras secas. Llegamos a mi oficina, y con gran desición abrió el cajón del escritorio. Sonrió con timidez, algo que miré sorprendido pues esperaba que ella gritase por ambos, y cundiera en el pánico al que yo me negué. Pero su suave expresión me desconsoló, hasta el momento en el que me invitó a observar el interior del cajón: estaba vacío, ninguna bolsa, ningún resto del fétido aroma, o de la repulsiva imagen de la cabeza decapitada. En su lugar, había una lata de refresco con una nota amarrada con un listón. No puedo afirmar si me sorprendí mas de mirar la cabeza muerta, o su ausencia en aquel oscuro vacío.
– Comprendo tu molestia – afirmó – Muchos dejan cosas olvidadas en estos cuartos llenos de ecos. Yo misma dejé una caja llena de documentos sucios, y pasé por ellos apenas unas horas atrás. Esta era antes mi oficina. – Me sorprendió su aparente calma, como si nuca hubiese atravesado una circunstancia tan extraña como la que me había ocurrido, ¿o acaso éramos pocos a los que se les jugaban bromas aterrantes, que involucraban refrescos podridos y cabezas decapitadas?
– ¿Jamás abriste este cajón? – Le pregunte tratando de sacarle algún indicio de trastorno.
– Nunca, siempre estuvo con llave hasta que tu lo abriste. – afirmó – Pero considérate con suerte, pudieron dejarte algún presente mas desagradable que una lata nueva de refresco, ahora que si no la quieres, yo con gusto la tomaré. – Su tono ruisueño reflejaba su ignorancia de lo que podría ocurrir si destapase aquella lata de refresco, posiblemente descompuesta. Sin intenciones de que viviese aquel desagradable evento, me negué a sus intenciones, y ella salio de mi oficina ignorando por completo todo lo sucedido.

No dejaba de pensar el tiempo que pudo haber llevado la cabeza en aquel cajón, pensando en que tal vez era una tumba intencionada para aquellas expresiones de terror, y que yo al abrir ese cajón interrumpí su largo sueño. Queriendo pensar que todo había sido una mala jugarreta de mi mente cansada, abrí la nota sin saber que esperar, leyendo entre sus líneas las frases más inesperadas:

“Gracias por guardar el secreto”

Prendí la computadora y simulé un apresurado ritmo de trabajo, sin dejar de pensar que todo este tiempo me estuvieron observando, y que ahora, ese alguien sabía lo que había encontrado, y que sin embargo, se mostraba agradecido conmigo. Maldije el momento que abrí el cajón, guarde mi distancia del resto de los objetos extraños de mi nueva oficina y tiré la maldita nota a la basura. En cuanto a la lata de refresco… creo que la beberé después.